Y, de repente, el frío, el invierno,
esta canción tan lenta,
tan suave, tan dulce. Tan triste.
Me encojo poco a poco,
hasta parecer aún más pequeñita
cuando sin darme cuenta una lágrima me cae por una mejilla,
y entonces me doy cuenta de que me siento tan indefensa, tan desprotegida.
Me falta algo,
y ahora, a pesar de mis estrellas,
todas esas personas que saben quererme,
me encuentro temblando, pálida, sin un ápice de calor.
Esta tristeza me abraza,
pero no me da calor;
me besa,
pero no logra despertarme.
Siento como muero en cada uno de sus lentos ósculos,
como la dulzura se va desprendiendo de mí.
Se está rompiendo,
poco a poco, sin sonido.
Agoniza en esta calma de tras la tormenta,
delicada y tranquila,
muere sin apenas suspirar.
Mi piel está helada,
mi mente prefiere no pensar,
mi cuerpo está impertérrito.
Y mi dulzura se desliza a morir
por cada uno de los surcos de mi cuerpo,
de mi mente,
de mi piel,
de mi ser…
Mi cuerpo se deja ir
tras de cada una de las notas de la guitarra
que ahora me envuelve,
de la música que me hace suya muy despacio.
Mi dulzura sigue aquí meciéndome,
callada y comedida.
Angustiada y rota
continúa su trabajo.
Y, súbitamente, vuelven a aparecer mis alas.
Esas alas rotas que olvidé en un oscuro sueño.
Recuerdo. Al fin…